Quién mató a George Floyd?

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«ven y en la noche iluminada,

dime tú, Mississipi,

si podrás contemplar con ojos de agua ciega

y brazos de titán indiferente,

este luto, este crimen,

este mínimo muerto sin venganza,

este cadáver colosal y puro»

Nicolás Guillén, Elegía a Emmet Till

Congruencia, oportunidad y proporcionalidad

La policía, como todas las instituciones que suponen el monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado, está regida por unos cánones que deben garantizar que la coerción ejercida sobre las personas sea la mínima indispensable para evitar un daño mayor. La “mínima fuerza imprescindible”, o sea, lo justo para evitar que el sujeto pueda dañarse a sí mismo o a otros, o para presentarlo ante la justicia.

Entonces… ¿Por qué un hombre esposado, incapaz de defenderse, y que no puede suponer un riesgo real para la integridad de los agentes, acaba muerto?

Aunque el significado simbólico de estos valores es universal, cada cuerpo policial los interpreta dentro del contexto social en el que se encuentra incrustado. Además, a veces parece obviarse el hecho de que detrás de cada uniforme, hay una persona socializada en unas circunstancias características, a través de la incorporación de unas experiencias determinadas, y con un resultado concreto. Generalizar sobre las mentalidades o comportamientos de lxs policías no es más que negar la diversidad que existe dentro de los colectivos.

Cada persona es un microuniverso compuesto de pequeñas subjetividades que han construido al ser que es en el momento actual, y que seguramente variará en función de las experiencias que vayan orientando su camino en la vida. El vestir un uniforme no hace mejores ni peores a las personas, simplemente las disfraza, y les otorga poder. Cómo este poder se utiliza depende de la calidad humana de cada unx, de la capacidad que tenga para no caer en las inercias viciadas del entorno policial, y del grado de vocación innata que corra por sus venas.

Los integrantes de una institución policial no son el reflejo de la sociedad que habitan. La realidad social implica incorporar las experiencias de los cuerpos racializados, marginados, deshumanizados, los cuerpos de todos aquellos que no han gozado de privilegios, que no han tenido las mismas oportunidades para alcanzar el éxito social.

Sin integrar estas realidades, negándolas o invisibilizándolas, el Estado se convierte en un Leviatán compuesto únicamente por órganos que siempre han ostentado el poder, apropiándose de los privilegios que pertenecen sólo a aquellos que se consideran “dentro” del sistema. El resto, no importa, o importa menos.

Aquí estamos, siempre con la misma incapacidad para franquear la línea, para pasar del otro lado. Siempre la misma elección del lado del poder de lo que dice o hace decir.

         Michel Foucault, La vida de los hombres infames

El poder no se tiene, se ejerce

Esta realidad es una realidad global. Independientemente de gobiernos, países, Estados o Naciones, las minorías marginales coexisten en algunos espacios, pero son sistemáticamente relegadas fuera de las esferas de poder y decisión, quedando así desprovistas de la posibilidad de influir en las políticas que les afectan de manera directa.

En todos los territorios cohabitan minorías que han sido silenciadas por el Estado, cuya realidad pasa por una reivindicación de su derecho a “existir”. Ya sean minorías nativas, que se pretende expulsar del territorio en el que siempre han habitado, desplazados de manera forzosa o integrantes de diásporas interminables, la cuestión de la asimilación planea siempre al cuerpo racializado como requisito para pasar a formar parte de cualquier sociedad occidental. Para ser visible, hay que renunciar a lo que se es en esencia. No en vano, cualquier sistema social genera desigualdad en el momento en el que algunos, para poder integrarse, han de desaprender lo aprendido en comunidad.

Pero la protección y visibilidad que genera esa “asimilación” no protegerá al sujeto de todos los contextos de racismo y discriminación que sufrirá a lo largo de su vida. Fuera de su espacio de confort, de ese lugar en el que haya sido reconocido como integrante de la sociedad por sus logros, volverá a ser considerado como ese ser que “importa menos”.

Michel Foucault definió el poder como algo que se expresa en la forma de actuar, en la manera en que se trata a las personas, cómo se las mira, cómo se las valora. No es necesario ejercer violencia física contra alguien o coartar sus derechos constitucionales para mermar su capacidad de desarrollo. Simplemente con decirle que no está a la altura, con hacerle creer que no posee las mismas capacidades que el resto, es suficiente para dinamitar la voluntad de progreso de una persona.

Pero no todos los sujetos ceden fácilmente a esta “colonización” del ser. Algunos desarrollan algo llamado “resistencia”, que surge de la capacidad del ser humano de ver la realidad a través de sus propios ojos, y no a través de los ojos del sistema. Toda acción tiene una reacción, y la reacción ante el poder implica la capacidad de albergar resistencia. Que se llegue a manifestar o no dependerá de diversos componentes ambientales y empíricos, que harán que germine hasta llegar a la explosión expresiva.

Allí donde el poder ejerce su capacidad asfixiante y opresora, surge la resistencia como respuesta. Basta una acción injusta, despiadada por la manera deliberada y someramente soberbia de producirse, para despertar la indignación entre aquellxs que, aparentemente indefensxs, observan cómo sus derechos son menoscabados por aquellxs que parecen intocables, indestructibles.

La reacción que se está extendiendo como un virus, es la relacionada con el hastío a la normalización del trato diferenciado por el color de piel o procedencia. Y no sólo en los cuerpos racializados. Cada vez más personas blancas son conscientes de haber sufrido una especie de “colonización” en el propio cuerpo, en la propia mente, que les hace alienarse del sistema del que forman parte, y ponerse del lado de esa minoría con la que se sienten incluso más representados que con el sector social al que pertenecen.

El racismo no tiene cabida en una sociedad global unida por las nuevas tecnologías y por la creación de redes de colaboración que están creciendo cada vez más. Ya no es posible mirar hacia otro lado ante el sufrimiento y la injusticia social. Lo que me separa del “otro” cada vez es más insustancial, y se torna frágil e inestable.

El derecho a la autodefensa y la paranoia blanca

El tres de marzo de 1991, Rodney King, un taxista negro, fue detenido por la policía de Los Ángeles tras exceder la velocidad permitida con su vehículo. La actuación policial fue grabada de manera espontánea por un videoaficionado, y las imágenes difundidas de manera masiva.

En resumen, lo que se puede ver en el vídeo, es una aplicación de la fuerza totalmente desproporcionada por parte de los agentes (unos veinte) que estaban presentes en la actuación. Simplemente el hecho de que este vídeo siga colgado en las redes, es muestra de una trivialización del sufrimiento de las personas racializadas, aunque ese es un tema que dejaremos para un futuro cercano.

El caso es que un año después de la detención de Rodney King, los policías inculpados por “uso excesivo de la fuerza” fueron absueltos. El juicio fue una especie realidades paralelas en las que se trató de visibilizar el miedo del que los agentes fueron víctimas por temor a que “la bestia” se despertara. Curiosamente, el mismo vídeo que se había difundido con la intención de denunciar un posible abuso policial, fue utilizado por la defensa para justificar el miedo irracional de los agentes.

Pese a que Rodney King no realizó ni un solo conato violento durante el incidente, cada movimiento que hacía fue interpretado como un ataque, alimentando la paranoia de agresión que parece perseguir de manera incesante a las mentes blancas instauradas en el racismo. Sea por este o por otros motivos, los policías fueron absueltos, cosa que provocó una reacción parecida a la que estamos viviendo estos días.

El derecho a la autodefensa parece difuminarse en los cuerpos de las personas racializadas. El derecho a defenderse, a repeler la agresión y el abuso, parece requerir ciertos componentes que no son imprescindibles para la defensa de los cuerpos blancos. Lo que ante la ley es claro, se interpreta de maneras diversas según la mirada del que observa.

La responsabilidad de la muerte de George Floyd no se extingue en las personas que atacaron su cuerpo. Todo el peso de un sistema anclado firmemente en la convicción de que hay vidas que importan menos que otras, representa esa “rodilla” que mató a George Floyd, ese “ojo que todo lo ve”, y que con su mirada transforma la realidad a su antojo.

Los seres que históricamente han sufrido la opresión, la humillación y la deshumanización constantes, no parecen haberse liberado todavía del lastre de la colonización.

La pregunta es, ¿hasta cuándo?

Imágenes | Michael Ulrich/Panopticon