“El mundo en el que uno se veía precipitado era efectivamente terrible pero, además, indescifrable: no se ajustaba a ningún modelo, el enemigo estaba alrededor, pero dentro también, el “nosotros” perdía sus límites, los contendientes no eran dos, no se distinguía una frontera sino muchas y confusas, tal vez innumerables, una entre cada uno y el otro.”
Primo Levi, “La zona gris”, en Los hundidos y los salvados.
Los proyectos de investigación que se adentran en lo más profundo de la interacción humana en situaciones desesperadas, dejan al descubierto en muchas ocasiones, que los valores aparentemente innatos al ser humano, pueden invertirse cuando se trata de supervivencia en estado puro.
Paz Moreno Feliu, en su lectura etnográfica En el corazón de la zona gris, Editorial Trotta, S.A 2017, abre una puerta a la interpretación y significado de las palabras, y cómo éstos pueden alterarse, confundirse, e incluso transformarse para describir un estado nuevo que hasta entonces estaba oculto ante los ojos de la sociedad. En el libro se experimenta la transformación no sólo de un concepto, sino de una nueva construcción cognitiva, contraria a los valores socialmente establecidos, y que se convierte en necesaria para una supervivencia que, de otro modo, no sería posible.
Valoraremos si el instinto de continuar con la existencia individual, por mísera que esta sea, es suficiente para alterar e invertir los valores que el ser humano ha necesitado desde su origen para poder garantizar la perpetuación de la especie.
Y cuando hablamos del origen, lo hacemos desde una perspectiva evolutiva científica, ya no a nivel de evolución social. Gerald Hüther, neurobiólogo y divulgador alemán, en su libro La evolución del amor, retrata la historia evolutiva y cultural del ser humano desde la creación, la cooperación y la unidad. “El amor es nuestra única perspectiva de supervivencia en este planeta”
El amor como herramienta de conservación de la especie
Son muchos los investigadores y científicos que centran el éxito de la supervivencia humana, en el amor inherente que ha envuelto las relaciones entre seres humanos desde su inicio. Sólo con la aparición de la propiedad se vio truncada esa solidaridad innata que facilitaba las relaciones e intercambios entre humanos para garantizar la supervivencia. La consciencia del hombre de que podía apropiarse de territorios y recursos, propició que los mecanismos solidarios se convirtiesen en herramientas para el beneficio propio.
Este beneficio propio, este egoísmo que ha desencadenado conflictos de todo tipo, a nivel individual y colectivo, es el que ha originado un conducto peligroso de “deshumanización” del otro. En el momento en el que el valor de la vida humana ha quedado supeditado a un interés material que lo impregna todo, se ha iniciado una guerra oculta pero plausible por la adquisición de bienes que mejoren la propia existencia, en detrimento o ignorancia de las necesidades ajenas.
Y cuando esta guerra despiadada por los recursos se mezcla con ideologías que posicionan a unos seres humanos por encima de otros, cuando se justifica y se construye una nueva tipología de personas, esas que no merecen ocupar un sitio entre la humanidad, se inicia un proceso de deconstrucción de la identidad. La creación de una nueva especie subhumana que debe luchar por su existencia, de la manera más humillante y degradante que puede haber: apropiándose de los recursos de sus semejantes, de sus iguales, quitándoles así su oportunidad particular para la subsistencia.
Es en este contexto de deshumanización, en los campos de concentración nazis, donde surge la creación de una nueva tipología de personas a las que se les ha arrebatado su capacidad de ser sujetos de derecho. Surge aquí un nuevo concepto para definir lo que supone la lucha por la supervivencia: organizar.
Organizar como concepto de poner cosas en el sitio adecuado, cobra aquí un significado diferente. Se utiliza esta palabra aparentemente inocua y neutral, para definir un nuevo estado en el que las personas ya no son personas en su contexto social, sino entidades independientes que deben luchar por su existencia. Ya no se rigen por los valores en los que han sido socializados, sino que se estructura un nuevo baremo de acciones lícitas en las que deben reafirmarse, y en el que la vida del individuo puede depender de manera directa de una acción que supone la muerte de otro ser humano.
Deben los individuos readaptar todo lo aprendido en sociedad, y actuar de manera diferente. Pero incluso en este ambiente hostil y deshumanizado, en el que han sido apartados de sus familiares y amigos, se tejen pequeñas alianzas que atenúan la sensación de que llevar a cabo acciones viles es un recurso individual. Robar para uno sólo, es más duro que robar para garantizar la supervivencia de un grupo.
Destruir los conceptos adquiridos por las personas en un contexto de socialización, y transformarlos en nuevas maneras de interacción destructiva, es un proceso para el que se necesita, además de un entorno hostil, la amenaza constante de un mal. Y no un mal cualquiera, la amenaza constante de la muerte. Cuando al ser humano lo único que le queda por proteger es su propia vida, o se rinde, o se autoconvence de que todos sus actos van a ser mecanismos de supervivencia.
La conciencia se convierte en una desventaja para aquellos individuos que quieren vivir. Aquellos que no están dispuestos a doblegar su moral, sucumben a la muerte. Sólo un pequeño resquicio de moralidad se vislumbra a la hora de determinar qué actos son “organizar”, y cuáles son robo, pero en la práctica, esa difusa línea quedará totalmente borrada, incluso cuando la necesidad ya no es tan apremiante.
En un mundo en el que el amor ya no es una ventaja, y se torna una herramienta para la autodestrucción, se construye un sistema de valores invertido, grotesco. Las personas dejan de ser componentes de un todo, y se tornan entidades zombificadas a la búsqueda de la mísera satisfacción que supone continuar respirando.
Las personas que formaron parte de este sistema como mecanismo del terror, todos aquellos que experimentaron el cambio de rol de aquellos a los que un día vieron como “vecinos”, también son una pieza clave de este entramado de destrucción.
“La capacidad infinita de la mente humana para convertirnos a cualquiera de nosotros en amable o cruel, compasivo o egoísta, creativo o destructivo, y de hacer que algunos lleguemos a ser villanos y otros a ser héroes”
Phillip Zimbardo, El efecto Lucifer, 2012.
El efecto lucifer
El experimento de Zimbardo describe cómo personas que han sido socializadas en el altruismo, o al menos en el respeto al prójimo, pueden llegar a convertirse en verdaderos monstruos carentes de compasión ni empatía, sencillamente porque su entorno así se lo indica y refuerza.
Es complicado pensar que todos los hombres y mujeres que formaron parte del aparato nazi fueran monstruos. Pero sí es factible pensar que su sistema de valores se fue alterando poco a poco, de manera casi imperceptible hasta invertir todo aquello que una sociedad atribuye a un buen ciudadano o ciudadana.
Difícilmente puede alguien levantarse un día por la mañana habiendo dejado de ver a los judíos como personas. Pero sí es posible cambiar su concepto, si poco a poco se le instruye en el odio, en el rencor, y sobre todo en la coacción que supone un sistema totalitario y fascista. Si además, esa actitud se ve reforzada por el entorno, en el que los valores van cambiando al mismo tiempo que la visión de la sociedad, es factible que la transformación sea posible.
Si en la Alemania Nazi el germen del odio posibilitó la matanza de millones de judíos, fue porque estuvo cuidadosamente creado y estructurado por mentes acostumbradas a la manipulación. Si en Ruanda aconteció uno de los genocidios más brutales y sangrientos, fue por ese cambio de estructura en el pensamiento social, que transformó a aquellos que habían coexistido como vecinos, en enemigos.
Es necesario hacer aquí una pausa para entender ese proceso que cambia la estructura del pensamiento humano. ¿En qué momento una persona deja que condicionamientos externos cambien su visión sobre otras personas? ¿Qué es eso tan fuerte que puede hacer que dejemos de ver a los otros como iguales, y los concibamos como enemigos?
Muchas son las posibilidades, pero a la historia nos remitimos de nuevo para entender que la lucha por los recursos ha transformado al ser humano, en algo que no se diferencia en demasía de nuestros cercanos e infravalorados animales.
El cerebro reptiliano actúa en situaciones de peligro inminente, en las que pensar demasiado nos dejaría en evidencia y nos pondría en peligro ante situaciones de vida o muerte. En ese momento, el cerebro no piensa, sencillamente contempla todas las opciones posibles y se decide por la que resulta más viable, de manera mecánica.
Cuando no hay lugar a la valoración, la elección es sencilla. ¿Cómo preservamos la vida? ¿Qué hay que hacer?. Dejamos de lado las valoraciones de ámbito moral, y nos centramos en la supervivencia. Cuando esas decisiones se toman de manera continua, es finalmente ese cerebro reptiliano el que nos convierte en meros animales, carentes de sentimientos que nos permitan detenernos ante lo cruel y lo kafkiano.
Volvemos a “organizar” para entender que el cambio de significado de la palabra es más que substancial. Es un mecanismo de supervivencia en sí, que aleja a aquellos que la utilizan de la mala conciencia que supone priorizar la vida de uno sobre la de otros. Organizar en el contexto de los campos de concentración, supone volver a nacer en un mundo nuevo, en el que la vida ya no tiene ni valor ni sentido, y en el que la existencia como persona ha dado paso a un nuevo concepto de ser humano, en el que ya no se es humano.
En un contexto como este, ya no cabe la reciprocidad. Ésta, podría suponer la muerte directa de la propia persona, con lo que pierde su sentido. Los lazos de parentesco han quedado truncados, y la amistad queda supeditada a la propia supervivencia. La reciprocidad negativa se transforma en la única vía posible para no dejar de existir, y la conciencia personal deja de suponer un problema.
Es ese el encuentro con la propia sombra. La necesidad de valorar si es lícito sobrevivir en un mundo en el que nuestra existencia ha dejado de tener valor, y en el que ya no se es persona. Aun sabiendo que puede ser un estado temporal, en la atemporalidad de los campos de concentración no debía ser posible mirar más allá del día a día.
Qué se está dispuesto a hacer para sobrevivir: organizar, traicionar, mentir, denigrar, o sencillamente aislarse de lo que se ha sido hasta entonces, para ser otra cosa distinta.
Cabría considerar cuál fue la evolución de aquellas personas que salieron de los campos, y que tuvieron que volver a su yo anterior, a sus valores socialmente aprehendidos. Habría que saber si fueron capaces de dejar atrás ese concepto tan horrible de “organizar” que aprendieron de manera forzada, y que les transformó en autómatas de la supervivencia.
¿Serían capaces de derrocar a la tiranía que supone someter a la conciencia a un estado de embriaguez constante? ¿Podrían acallar esas voces que les decían que el objetivo era vivir, aunque ello supusiera la muerte de sus iguales?
En todo caso, no está en nuestras manos juzgar ni decidir lo que es lícito y lo que no en una situación tan horriblemente dantesca. Por encima de las acciones cometidas, por injustificables o inexplicables que nos parezcan, cabe como siempre valorar el contexto, el entorno, la situación.
Las acciones, aunque oscuras y perniciosas, son siempre un modo de conocimiento del ser humano, y deben servirnos para avanzar, y no caer en los errores que nos han supuesto un lastre como especie. Quedémonos aquí con el concepto de que las palabras solamente tienen el significado que les pertoca en un tiempo y espacio determinados, y que el resto, es irrelevante.